jueves, mayo 03, 2012

¿Qué hacer?

Oriol Pujol con Simon Peres en Israel.

Estamos viviendo tiempos decisivos. La oligarquía transnacional ha ordenado acabar con el "modelo europeo" de "Estado social y democrático de derecho". Este desmantelamiento es requisito de la globalización (un concepto que va mucho más allá de lo económico) y plataforma para actuaciones políticas de amplio alcance que, tarde o temprano, se desencadenarán en Oriente Medio, con Irán presumiblemente como objetivo principal de una nueva agresión sionista.

Interesa ahora una Europa dócil, sometida a los intereses de la deuda e incapaz de oponer la más insignificante brizna de crítica o resistencia a la construcción del Eretz Israel. El viejo continente avanza alegremente hacia la debacle de lo social y la más absoluta impotencia política. Eslabón débil de la oxidada cadena europea es España, pero la quiebra de nuestro país desacreditado arrastrará a otros, quizá al núcleo mismo del "eje" franco-alemán... Cuando todos los estados europeos, incluida Alemania, estén en mayor o menor medida de rodillas ante la alta finanza, llegarán los tiempos del mesías, que se definen por la realización de la locura bíblica fraguada en los lobbies, sectas y logias de Tel Aviv y Washington.

Impotencia de la izquierda tradicional

Aquello que más llama la atención, abstracción hecha del desparpajo, chulería e impunidad con que los políticos europeos están destruyendo a marchas forzadas y en cosa de meses unos derechos sociales que costó un siglo conquistar a los trabajadores, es la miserable y alevosa abyección de la izquierda  y del sindicalismo oficiales, que sólo saben "manifestarse" en patéticas procesiones carnavalescas, operando conscientemente como válvula de escape de la presión social a fuer de mojar la pólvora de la reivindicación popular para que su estallido no sobrepase los límites ideológicos marcados por la propia oligarquía. El único camino de radicalización que parecen conocer estas pseudo protestas, obra de políticos y sindicalistas comprados a base de subvenciones y sobres mensuales de dinero negro, es el uso de la violencia contra el mobiliario urbano, que grupos "antisistema" también financiados o tolerados (cuando no la mismísima policía) se encargan de desencadenar a fin de deslegitimar cualquier intento de salirse del guión narratológico hollywoodiense.

Puesto que las ideas de esos "movimientos sociales" son en sí mismas inocuas -"antifascistas"- y al estamento político oligárquico no le inquietan unas manifestaciones reclamando "más consumo", el único recurso que le queda a la izquierda tradicional para escenificar su "oposición"  visceral es la oportuna quema del contendor de basura. Pero ahí ya tiene previsto el dispositivo de dominación aquello que no puede pasar de representar (en el sentido teatral de la palabra) una mera violencia simbólica. Los grupos antisistema se encargan de marcar la noción misma de radicalización con la vulneración de la ley, y de asustar de esta guisa al ciudadano insuflándole el miedo al "caos" (y la consiguiente represión penal) si las masas populares se atrevieran a convertir la expresión lúdica e impotente del quejumbroso lloriqueo consumista en un verdadero acto político de disidencia susceptible de amenazar realmente a la oligarquía.

Desde una axiología de la verdad racional, hay que rechazar por principio ético el uso de la fuerza. Pero, al margen de ello, conviene recordar que no se puede vencer a la oligarquía por la violencia. La noción clásica de revolución, basada en la superioridad numérica e inercial de la masa demográfica movilizada, ha caducado definitivamente. La oligarquía es consciente de su poder meramente fáctico -tecnológico- y quiere llevar las protestas "radicales" a ese preciso terreno de deslegitimación simbólica, donde el gobierno de turno todo lo tiene ya ganado, pues puede aplicar los mecanismos represivos ordinarios sin desgastarse. El ciudadano indignado ha de ver con sus propios ojos y experimentar incluso en la angustia de los pelotazos de goma de la policía, que quienes hacen trizas, sin que se sepa muy bien por qué, los escaparates de los negocios, son "radicales" -o piquetes sindicales- que no le representan, profesionales de la transgresión que "manchan" y estigmatizan cualquier clase de respuesta popular a las fraudulentas medidas anticrisis. Pero, al mismo tiempo, estos antisistema, estos antifascistas, han de controlar de alguna manera el extremo radical de las movilizaciones, el enclave de una posible ruptura política, a fin de evitar, precisamente, que la radicalización no se enderece hacia la dirección ideológica prohibida. Múltiples son, por tanto, las funciones simbólicas de los grupos violentos: monopolizar el concepto de radicalización, desacreditarlo vinculándolo al vandalismo e impedir que una idea alternativa de radicalidad desborde por la izquierda el antifascismo -léase: ponga en la picota la ideología oficial del sistema, que los grupos "antisistema" (¿?), o sea, los antifascistas, preservan en el meollo mismo de la movilización. El entero escenario mediático -la realidad tal como la percibe el individuo- está así configurado de antemano a efectos de impedir el nacimiento de la genuina idea radical, aquella que no necesite de los golpes, destrozos y las agresiones físicas como muleta o instrumento estratégico añadido para cuestionar los poderes vigentes, pues en sí misma, mediante su simple exposición pública "irénica" en un contexto masivo, corroería los fundamentos doctrinales del sistema oligárquico.

Dicho brevemente: o la idea en cuanto conciencia social será autosuficiente en tanto que incompatible con la existencia misma de la oligarquía, o la única radicalización de una idea como tal inocua tendrá que ser el acto violento, es decir, incurrir en su propia y voluntaria (auto)cancelación política. El ejemplo paradigmático de esta inocuidad violenta es el antifascismo de los radicales de izquierda confrontado con el antifascismo de las élites judías de Wall Street. Aquí se acaba la comedia a menos que uno se haya convertido en un cretino rematado. Pero, al parecer, de éstos hay muchos, decenas de miles: observemos cuáles son las "ideas" de las movilizaciones, tanto de las centrales sindicales cuanto de los indignados o grupúsculos antisistema. Se trata de meras réplicas del discurso institucional oficial que colocan bajo idéntico paraguas simbólico a banqueros y okupas. Esto no quiere decir que cualquier barbaridad antisemita, por el simple hecho de negar tales discursos, pueda convertirse ya en el ariete de una victoria nacional-popular que está obligada moral y estratégicamente a ser pacífica, democrática... Una idea sólo puede devenir revolucionaria si ya es compartida, aunque lo sea sólo inconscientemente, por la inmensa masa de la población; mas una tal constatación de sentido común parece conducirnos al tipo de reivindicaciones que abundan últimamente por las calles como respuesta a los recortes; palabrería conformista que se resume en la mera oposición a esos "retrocesos sociales", en peticiones de volver a la buena y feliz sociedad de consumo de la segunda mitad del siglo XX, etc.

¿Cómo puede hablarse, por tanto, de una idea en sí misma revolucionaria, en cuanto negación de lo existente y, al mismo tiempo, de una idea compartida por la inmensa mayoría de la población? Esa idea muestra un rasgo inconfundible: el hecho de condensar un conflicto de valores interno en el seno de la propia escala de valores asumidos oficialmente por el sistema, pero de facto incompatibles entre sí.  Y tiene, dicha idea, que afectar a los fundamentos mismos del discurso ideológico vigente: el antifascismo. Mientras los políticos profesionales conserven la legitimidad última de los valores, el monopolio moral de la democracia y los derechos humanos con que acallan a cualquier disidente acusándolo de "fascista", toda crítica o manifestación fuera del parlamento, ajeno al montaje electoral corrupto, independiente de las "instituciones" y del escenario mediático construido artificialmente en torno a ellas, será en el mejor de los casos un "respetable" acto festivo de botellón pseudo político que en nada dañará a aquéllos políticos o, si quiere dañarles "de alguna manera" mediante la descarga de la justa ira popular, derivará hacia el callejón sin salida del vandalismo.

El camino de la revolución democrática

Sólo existe, a nuestro entender, un camino posible: la idea, sí, pero aquella que deslegitima de raíz al estamento político. No a este o aquel partido, no a los políticos de un determinado país, sino a la casta política occidental como un todo unitario (=gestores de la oligarquía económica). Y esa idea es la del crimen de masas, léase: de los genocidios, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad perpetrados, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial por los Estados que construyeron la sociedad que ahora se va a pique (1945-2008). Estamos ante los delitos más graves que a alguien quepa imputar y que han sido castigados, en el caso del nazismo, con la pena de muerte, pero que, por lo que respecta a los vencedores de dicha guerra, quedaron siempre completa y vergonzosamente impunes. Los crímenes de masas, transgresiones penales perpetradas habitualmente por jefes de Estado, gobiernos, políticos y altos cargos civiles o militares, no prescriben, es decir, para ellos no existe una fecha en la que ya no se los pueda perseguir legalmente. En este sentido, los delitos cometidos permanecen jurídicamente vivos. Además, tales crímenes no sólo se contemplan en el aspecto de la comisión directa, sino en el de la banalización, la omisión de su persecución, la justificación después del acto, etcétera. Recuérdese que hay personas procesadas y encarceladas acusadas de genocidio (tal cual) por publicar libros, pero los perpetradores y cómplices del gulag, la revolución cultural china, el holodomor, la Nakba (Palestina), Hiroshima-Nagasaki, Vietnam, Iraq, Dresden, el plan Morgenthau y tantos otros delitos de lesa humanidad, se pasean libremente  ocupando en algunos casos cargos políticos e institucionales o son tratados por las instituciones mismas como si dichos crímenes simplemente no existieran. Por ejemplo, al régimen de Pekín se le conceden unas olimpiadas después de que el Consejo de Europa le haya atribuido 65 millones de víctimas.

Únicamente la acusación directa, masiva, en las calles, dirigida a la casta política toda, como responsable, por acción u omisión, de los genocidios olvidados e impunes del siglo XX, puede derribar a los políticos occidentales e impedir el desmantelamiento del Estado social y democrático de derecho en Europa. No es necesario, subrayémoslo, con esta "idea", recurrir a la violencia: la idea misma resulta letal para los asesinos que nos gobiernan. En cuanto tal, se puede traducir en actuaciones legales concretas si se asocia esta "causa general" a un cambio político pacífico, a una reforma constitucional, a la regeneración del sistema democrático en su conjunto que, por lo que a España respecta, deberá pasar por la previa abdicación del rey y la convocatoria de una asamblea constituyente (republicana).

Las palabras "asesinos", "genocidas", "criminales", y no sólo "corruptos", deben encabezar  así las manifestaciones contra los políticos. Esto es un problema para la vetero-izquierda vinculada al comunismo, pues esa izquierda totalitaria, que tiende a fiscalizar y controlar desde dentro las movilizaciones más "radicales", lo último que querría es tener que rememorar los crímenes masivos de Lenin, Stalin o Mao, así como la complicidad del occidente "capitalista" en su perpetración. ¿Va a denunciarse a sí misma? Por tal motivo, la lucha por una nueva izquierda que no oculte a sus espaldas un armario repleto de cadáveres, que no resulte, pues, vulnerable ante una réplica propagandística de la oligarquía, representa una necesidad vital para los trabajadores europeos. Éstos permanecen atados a los despojos funerarios putrefactos del comunismo, que nada pueden hacer contra el poder oligárquico, toda vez que sería el sistema mismo el que mantiene la fantasmal existencia post mortem del monstruo a fin de perpetuar la impotencia del espacio político de izquierda radical. En el relato de Hollywood -la única fuente de información histórica para la inmensa mayoría de los ciudadanos-, la extrema derecha judía "perdona" simbólicamente a la extrema izquierda sus crímenes, pero a condición de que ésta se mantenga fiel al antifascismo en dicho enclave fundamental del espectro político.


No se puede, por otro lado, erigir la acusación de "genocidas" desde la extrema derecha europea, pues ya sabemos que la respuesta del sistema sería un simple recordatorio del "holocausto". La ultra es terreno minado y el destino de los Le Pen certifica una y otra vez, excepto para los propios interesados en ese bochornoso negocio xenófobo y racista, el techo electoral insuperable de los populismos catolicutres.

El liberalismo, que es el espacio político desde el que se gobierna y planifica la construcción del mercado mundial, la globalización y demás filosofemas del proyecto sionista (racista) de mestizaje universal, tampoco parece el lugar o posición política adecuada -aunque el tonto de Cervera opina de otro modo- para levantar la pancarta de la que sería la imputación criminal más grave de la historia de la humanidad. Sólo desde la izquierda, pero desde una nueva izquierda, cabe esperar que se alce la respuesta a las actuaciones de la oligarquía transnacional contra los trabajadores europeos, incluso por lo que respecta a la canallesca política de inmigración desplegada en nombre de la "libre circulación de la fuerza de trabajo" y el "humanitarismo" pero con el cerdo capitalista y del racista sionista asesino como únicos beneficiarios. Esa (nueva) izquierda tiene que ser nacional porque sólo las instituciones de la nación, y no los entes oligárquicos internacionales (FMI), europeo-comunitarios o, mucho menos, mundiales (ONU, OMS), conservan todavía un mínimo contacto con el ejercicio real de la soberanía popular.

Hemos señalado la orientación de una camino: no se trata únicamente de reclamar que se abolan las leyes de recortes sociales, estrategia puramente defensiva y carente de fuerza política, sino de juzgar a los culpables de la crisis. Es menester una estrategia de ataque que represente para los políticos actuales algo así como una sonora bofetada simbólica: tienen que conocer la sensación del miedo que ahora atenaza a millones de  humildes ciudadanos abocados al abismo, al suicidio incluso. !Hasta que los políticos no sientan que pueden salir mal parados a título individual, no abandonarán la guadaña social! !Hay que borrarles la sonrisa de la cara! Sabemos que los políticos profesionales son unos asesinos sin escrúpulos, racistas, genocidas... ¿necesitamos alguna convicción más poderosa que ésta para liquidarlos políticamente de una vez por todas? Pues no hallaremos las normas que nos permitan juzgarlos y encarcelarlos de forma legal y democrática por corrupción, siendo así que los mismos políticos han configurado las legislaciones penales vigentes de tal manera que nunca se les pueda sentar en el banquillo de los acusados. Sólo existe un punto en todo el entramado legal que, sin incurrir en aplicación retroactiva (evitando por tanto con ello vulnerar uno de los principios fundamentales del derecho), nos permitiría actuar pacíficamente contra la casta política, apartándola del poder de manera generalizada y definitiva. Ese punto es, como hemos dicho, el del crimen de masas impune. La conciencia popular sobre la verdad de esos delitos afectaría, sin duda, a la interpretación oficial de la Segunda Guerra Mundial, pero demolería también los fundamentos simbólicos del sistema oligárquico sin destruir al mismo tiempo la democracia. En este sentido, la Izquierda Nacional de los Trabajadores (INTRA) ha desarrollado la única estrategia posible para acabar con el antifascismo que nos oprime impidiendo resucitar, de rebote, el espectro del fascismo, el cual representaría la más eficaz legitimación del uso de la fuerza por parte de la oligarquía.

Propuestas concretas

Concentraciones ante los parlamentos en los que se acuse a los políticos profesionales de genocidas, asesinos, criminales..., y no sólo de corruptos, distribuyendo entre los ciudadanos folletos con listas de genocidios, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad impunes en los que exista directa responsabilidad de las instituciones democráticas actuales tanto por acción como por omisión.

Peticiones directas y únicas de dimisión del jefe de Estado y la correspondiente institucionalización de una Asamblea Nacional Constituyente.

Formación de Asambleas de Salvación Nacional en todos los municipios para canalizar el proceso de regeneración democrática de las instituciones en una dirección asamblearia, social y nacional.

Petición única para las acampadas del 15 de Mayo: ABDICACIÓN DEL REY.

 


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