jueves, junio 04, 2015

Crítica, utopía, democracia y liberalismo



























La democracia es griega, indoeuropea, y nació en Atenas al mismo tiempo, y profundamente entrelazada, con la filosofía y la tragedia.

El pensamiento crítico ha representado, singularmente desde la ilustración, uno de los motores del desarrollo social de occidente y un componente esencial de la democracia. Crítica, diálogo, racionalidad y poder público democrático son nociones estrechamente ligadas tanto en la teoría académica como en la práctica cotidiana. La crítica se sirve del concepto como herramienta para construir, desde los valores de justicia, libertad y verdad, imágenes racionales de futuros posibles que permitan confrontar lo dado con un proyecto político progresista. Estamos ante una voluntad que quiere modificar la realidad, sí, pero siempre en función de unos principios éticos inherentes a la idea misma de razón. Esta labor de construcción ideal ha fructificado en un conjunto de conquistas sociales que forman parte de la identidad europea en cuanto conquistas históricas de la civilización occidental. En efecto, no se ha de confundir la crítica con la utopía, articulada ésta alrededor de los valores de felicidad, igualdad y fraternidad. La crítica, cuando ha sido auténtica, ha demostrado su solvencia. En cambio, la utopía hedonista ha fracasado una y otra vez generando dolor y devastación allí donde manu militari quería construir sus paraísos delirantes con mares de naranjada.

Sin embargo, y a pesar de la tozuda evidencia, actualmente se puede constatar por doquier una parálisis del pensamiento crítico ilustrado. El argumento del liberalismo triunfante es precisamente el fracaso de los proyectos utópicos y el alto coste humano que estos proyectos han supuesto para las sociedades que “picaron” en el anzuelo profético. La trampa de los representantes del pensamiento único está en la confusión interesada entre crítica y utopía. Sin embargo, en algo tiene razón el bando liberal, a saber: la izquierda ha sido incapaz de mirar de frente su pasado criminal, de manera que la crítica, en cuanto factor de progreso social, se ha visto atrapada por la opacidad informativa y el doble rasero ético hasta hundirse en la esterilidad más absoluta.

Si traducimos lo dicho al lenguaje de las categorías políticas, el escándalo es todavía más evidente. El silencio de aquellos que de forma pedante se han autodenominado intelectuales de izquierda, los mismos que durante décadas monopolizaron el prestigio del pensar –la idea de un intelectual de derechas se les antojaba una contradicción en los términos, aunque ahora se han vuelto más humildes y se dedican a fusilar las obras completas de Heidegger-, ha tenido su costes en términos estrictamente políticos. Estos intelectuales cómplices del gulag se han ido deslizando de forma subrepticia, a veces inconscientemente, hacia el liberalismo de las realidades allí donde el utopismo hipócrita de los idealidades (por ejemplo, las loas a la inmigración en nombre de la solidaridad y el talante multicultural) resultaba más útil para el sistema capitalista y la alta finanza. El propio liberalismo ha descubierto que los valores de izquierdas y la cultura utópica, domesticada por la estética de la sociedad de consumo, puede resultar harto eficaz para encuadrar y regimentar a las masas en el ámbito del mercado. Así, se ha afianzado, desde la matriz socialdemócrata, lo que podríamos denominar la izquierda naranja, una manera de actuar y pensar caracterizada por la gestión administrativa de los valores utópicos al servicio de la burbuja financiera, es decir, del gran satélite que gira alrededor de la Tierra controlando los movimientos del hormiguero humano en beneficio de los canallas con gomina. La sociedad de consumo ha devenido, al final, en utopía posible y hablar de crítica ya no tiene sentido. “Ha sido el liberalismo el que ha realizado la utopía, las cuestiones que ahora cabe discutir son meramente técnicas, ¿por qué insistir aún en la crítica? Bla, bla, bla”. Esta crítica pertenecería, al parecer, al mundo de la izquierda radical, es decir, de sectores políticos antidemocráticos que representan un peligro para la convivencia en libertad... Etcétera.

Desde una perspectiva de izquierdas, el principal problema debería reducirse, en términos estratégicos, a una reactivación del espacio público ubicado a la izquierda de la izquierda liberal, es decir, la izquierda radical. Pero este enclave se sigue definiendo marxista-leninista –o anarquista-, hecho que lo convierte en blanco muy vulnerable a las embestidas del pensamiento único. Y no se trata sólo de la incapacidad del marxismo, en todas sus versiones y sectas (estalinistas, trotskystas, maoístas, independentistas, etc.), de responder a las cuestiones que plantea la sociedad posmoderna, sino también de la imposibilidad axiomática de conciliar el marxismo con los principios democráticos entendidos en un sentido amplio. Un pequeño problema que el comunismo comparte con el fascismo. Esta afirmación queda acreditada precisamente al volver la vista hacia el pasado histórico de los sistemas marxista-leninistas. Todavía más: se trata de la cobardía, por parte de la izquierda, a mirar de frente este pasado sin que su celebérrima actitud crítica, lo poco que les quede de ella a los soberbios “intelectuales” con zapatillas, porro y pañuelo palestino, quede pulverizada ante la espantosa realidad. Podría afirmarse que las fechorías de la izquierda representan el mayor genocidio de la modernidad si la historia de los Estados Unidos de América no acreditara que todavía puede existir algo comparable. Existe un holocausto, el otro, el de los vencidos, con víctimas previamente etiquetadas como “fascistas”, “enemigos del pueblo”, “contrarrevolucionarios”... Un genocidio perpetrado en prisiones, campos de concentración, psiquiátricos y otras instituciones totales bajo el control de carceleros imbuidos de mitología revolucionaria.

El lenguaje, el código simbólico, que hizo posible aquel horror, fue empero legitimado por occidente. Las democracias liberales lo importaron y han convertido en ley la quintaesencia espiritual del estalinismo que inspira las actuales legislaciones de los delitos de odio. Admitir esto y continuar con un proyecto de izquierdas es muy difícil aunque sólo sea en un plano puramente existencial y humano, pero si se quiere avanzar hacia la política real, la tarea parece cosa de titanes. Por tanto, la izquierda radical ha optado por ocultarse los hechos, enquistándose en un antifascismo vegetativo y en propuestas ideológicas decimonónicas carentes de todo valor político e intelectual. Es el Bunker rojo, laberinto de sectas ayuno de valores superiores, encrucijada de fobias y rencores infinitos, de pequeñas mezquindades doctrinarias... En esta labor de olvido donde se sacrifican todos los valores de la izquierda en nombre de una pseudo teorización y una historia literalmente putrefactas, cuentan con la complicidad pasiva del sistema del capital, el cual no tiene interés en desacreditar unos valores que han demostrado su capacidad de movilizar a los consumidores hacia donde convenga, aunque actualmente ese “adónde” se reduzca a las políticas de mercado. Por otro lado, hay razones y causas aún más delicadas -relacionadas con el sionismo- que permiten comprender y explicar el impasse de la izquierda radical y su supervivencia en estado de franca descomposición orgánica. De todas estas cuestiones nos ocuparemos más adelante.

La nueva crítica tiene así como finalidad elevar a conciencia pública la necesidad de reconstruir el espacio político de la contestación social. Nuestro proyecto detecta de antemano dos enemigos que avanzan a la cabeza de las fuerzas del sistema del capital. En primer lugar, la izquierda liberal, el pseudo socialismo naranja que gestiona los “valores progresistas” al servicio del dispositivo neoliberal, capitalista y sionista. En segundo lugar, la izquierda radical de carácter marxista-leninista o anarquista, cubierta de podredumbre hasta las orejas e incapaz de denunciar la traición de los reformistas sin caer en el ridículo y la ignominia: el oportuno recordatorio de la cheká, el gulag y las hambrunas genocidas planificadas por el Estado comunista. Por tanto, en términos estratégicos, el proyecto socialista sólo podrá redundar en beneficio de los valores de justicia, libertad y verdad si redime el espacio de la izquierda marxista tradicional desde planteamientos críticos. El ataque central va dirigido contra los valores utópicos y sus consecuencias genocidas. Después, contra el marxismo-leninismo y las variantes ácratas de la utopía en cuanto teoría/praxis irracional y criminal al servicio de la profecía mesiánica, es decir, contra la izquierda radical institucionalizada en forma de pequeñas entidades sectarias, la izquierda revolucionaria actual, encubridora activa de un pasado vergonzoso. Finalmente, contra la izquierda liberal en tanto que depositaria interesada de la mentira profética global, consagrada por Hollywood, que, a la postre, todos, rojos y naranjas, gestionan en conjunto, cada cual desde su atalaya, mas nunca satisfechos con las correspondientes recompensas: el grupúsculo de la izquierda “roja” sigue siendo la cantera farisaica de jóvenes con pedigrí progresista siempre dispuestos a hacer carrera en las instituciones de la izquierda “naranja”.

La política progresista es hoy el impulso democrático radical en el marco de la tradición filosófico-ilustrada de las naciones europeas y la lucha, desde este pensamiento crítico irreductible a los valores economicistas, contra la utopía profética judeocristiana-secularizada del mercado mundial encarnada por el liberalismo (de derechas o de izquierdas). La izquierda  debe refundarse, en definitiva, rompiendo con su pasado totalitario pero sin renunciar a una genuina radicalidad revolucionaria ni "moderarse" a satisfacción de los "inversores". No obstante lo cual, los izquierdistas prefieren ganarse la benevolencia de Hollywood hacia el pasado criminal del comunismo jugando el papel de "antifascistas", forjado por Stalin, que tanto agrada al Estado de Israel y al lobby israelí de los EEUU. La correspondiente subvención municipal hará el resto.
 
Sin embargo, nuestra labor habría fracasado si sólo sirviera para desacreditar a la izquierda oriunda del judeocristianismo secularizado. Observamos con preocupación cómo avanza, tras el liberalismo y oculta muchas veces bajo máscaras institucionales democráticas que el poder económico –la sucia verdad de la doctrina liberal- ha creado o sostenido en beneficio propio, una mentalidad reaccionaria que crece en el humus de los discursos cínicos de la oligarquía política occidental. Es un pseudo fascismo de los hechos perfectamente compatible con el antifascismo de las palabras y la complicidad sionista e islamófoba. Mentalidad de ultras sin escrúpulos que intentan aprovecharse de las contradicciones irresolubles de la sociedad de consumo, la corrupción, el paro, la carrera enloquecida hacia el agotamiento de los recursos planetarios o del grave problema de la inmigración, para fomentar la xenofobia y el racismo más obscenos y demagógicos e instalarse así en el sistema oligárquico colándose por la puerta trasera. Este radicalismo populista crece en toda Europa a cara más o menos descubierta. 
 
Los obreros votan ya extrema derecha: sólo este dato debería hacer reflexionar a la izquierda clásica. Pero la agotada institución utópica y acrítica no reacciona, permanece atrapada entre la colaboración reverencial con el Hollywood antifascista y la adicción fanática a un totalitarismo obsoleto que sólo sueña, en el fondo, con repetir el gulag. Atacar abiertamente la mencionada disposición de fuerzas, sacar las consecuencias últimas de la tajante distinción entre liberalismo y democracia con las miras puestas en la reconstrucción, desde pilares axiológicos renovados, del "Estado social y democrático de derecho", tal debe ser el objeto político de la crítica de izquierdas, patriótica y social, que la actual coyuntura histórica está pidiendo a gritos.
 

Jaume Farrerons
La Marca Hispànica
10 de junio de 2015
 

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